Ibas tan libre, tan lleno, tan solo. Caminabas entre la gente, esquivando señoras que caminan lento, bordeando charcos, apurando el paso cada tanto, como si supieras que te seguía aunque jamás te diste vuelta. Pero sí, yo te seguía el paso, te pisaba los talones de a ratos y luego te perdía entre paraguas. Siempre tuviste esa habilidad de pasar por desapercibido, un poco sin querer pero mayormente muy a propósito. En un momento estabas entre la señora del paraguas gris y el hombre de traje que se cubría la cabeza con su portafolio, y en medio segundo de distracción ¡pum! ya no estabas más. Yo te buscaba entre los colores flotantes y las gotas húmedas en esa Buenos Aires que tan bien nos conocía, te buscaba pero sin desesperación, sabiendo que estaba escrito nuestro encuentro, sabiendo que lo escrito escrito está y no hay tiempo que pueda burlarlo. Y así pasaba que, sin planearlo pero sin sorpresas, como si fuera lo más natural del mundo, en cuanto paraba en un semáforo de golpe te veía, deslizándote silenciosamente por al lado de la chica del paraguas a rayas, saltando del cordón a la calle, vadeando los autos con esa sonrisa irónica. Entonces doblabas en la esquina de Defensa y caminabas cada vez más rápido por esas veredas angostas que habían sentido ya demasiadas veces tus pasos. Las fachadas de las casas se reían de nosotros, de nuestro juego, crueles en su inmutabilidad, fieles a su estancamiento, se reían, se reían del paso del tiempo.
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